10 de septiembre de 2008

La violencia de los frustrados

Antonio Peredo Leigue
Bastaría enumerar la cantidad de desmanes que han cometido los grupos delincuenciales de los comités cívicos, para concluir que estamos al borde de una guerra civil. Esa es la imagen que deja la actividad de estas pandillas. El panorama que pintan los medios de comunicación empeñados en una campaña de desprestigio del gobierno exagera la nota y, lo que es grave, tergiversa descaradamente los hechos. El resultado es evidente: dejar la impresión de un país en guerra interna.

Los hechos de violencia han aumentado en intensidad a partir del 10 de agosto, cuando el referendo revocatorio dio un apoyo masivo a la política del presidente Evo Morales. 67,41% de los votantes le dijo NO a los manejos desestabilizadores de la oposición. El agravamiento de la violencia después de esa consulta, en la que participó el 86% de los electores, no puede tener otra explicación que la reacción del vencido que se creía ganador.

Los caciques en el poder

Quienes se arrogan la representación de las regiones están disfrazando sus intereses de clase. La autonomía es una demanda sostenida en la experiencia de un poder central desinteresado o incapaz de atender las necesidades y requerimientos de la mayor parte de los distritos. La participación popular, implementada hace una década, fue insuficiente para satisfacer las expectativas de los sectores sociales.

Por esa misma ausencia del poder central, el caciquismo local asumió el poder. Las luchas entre los grupos de poder llegaron, en muchas oportunidades, a la confrontación armada. Muertos y heridos conformaban una estadística propia de países atrasados. Los partidos que se turnaban en el gobierno central, estaban obligados a buscar acuerdos con uno u otro cacique que, por el periodo correspondiente, figuraba como dirigente del partido de poder. Así ocurrió hasta diciembre de 2005.

Como es lógico, los grupos locales no desaparecieron; desconcertados por una nueva realidad confirmada en las elecciones de entonces, creyeron que podían potenciarse manejando las regiones. Encontraron, sin embargo, que no podían sostenerse sin contar con el apoyo del poder central, al que acudían para solucionar su incapacidad administrativa, su insolvencia económica y su prepotencia política. Tenían que recuperar ese poder que, acostumbrados a servirse de él, creyeron que podían prescindir del mismo.

La lucha de clases

Durante dos y medio años, con toda clase de acciones, intentaron afianzarse regionalmente. Durante años, han sometido a hombres y mujeres de las amplias zonas donde domina su prepotencia. Sus órdenes eran obedecidas resignadamente. A nivel nacional, les bastaba reclamar que se atendiera sus intereses particulares a cambio de la promesa, fácil y hasta satisfactoria, de mantener el sometimiento de la población, que ahora se les rebela.
Saben que se trata de una lucha de clases y, a la vez, cuentan con acentuar la discriminación racial. Bandas de matones a bajo costo, se mueven bajo consignas tan groseras como “terminemos con los Collas, raza maldita”. Collas, son los indígenas y mestizos de origen altiplánico que se han extendido por todo el país. Realizan las tareas agrícolas y el comercio menudo. Por supuesto, las logias que conforman los empresarios mantienen este odio, como característica del “espíritu camba” que han asumido, como si se tratase de una idiosincrasia a la medida de sus costumbres señoriales. Camba, cincuenta años atrás y aún ahora en la jerga coloquial de las logias, era y es el apelativo con que se denomina al indígena o mestizo de las tierras bajas, apelativo usado generalmente con el mismo sentido despectivo que “colla”.

Los Marincovic ahora, los Bleyer ayer o los Valverde anteayer, activos miembros de estas logias, usan a éstos para atacar y humillar a aquellos. No hay ninguna diferencia con los manejos bonapartistas, en la Francia del siglo XIX, ni con los odios incentivados por el embajador Goldberg en el Kosovo de estos años.

La fiera terrorista

En los últimos días, abiertamente, los prefectos Cossío, Costas, Suárez y Fernández, se han declarado en guerra contra el gobierno. En realidad, se trata de los comités cívicos, con nombre emblemático de Branco Marincovic, que en realidad dirige a todos los demás. Sus acciones son terroristas; cualquier tribunal que se ajustara a las leyes, los condenaría a la cárcel por largos años. No es el caso de fiscales y jueces que han abandonado sus funciones en beneficio de cívicos y prefectos opositores.

Toda instrucción dada a las fuerzas del orden es resistida con violencia, incluyendo el secuestro de armas y maltrato a los uniformados. Buscan, desesperadamente, que el gobierno tome medidas represivas. De esa manera, esperan que algún país, con el apoyo de su embajador, los apoye para iniciar una guerra interna con la que derrocar al gobierno de Evo Morales, apoyado por más de dos tercios de la población. Si, en el camino que se han trazado, matan al presidente, tanto mejor.

- Antonio Peredo Leigue es senador del Movimiento al Socialismo (MAS) de Bolivia.
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