Por: Claudio Rossell Arce
Aunque al momento de escribirse este texto todavía no se conocen los resultados del Referéndum del pasado domingo al 100 por ciento, es un hecho que la votación ha producido muchos vencedores, comenzando por el Presidente y el Vicepresidente de la República, que ostentan una legitimidad histórica no sólo para el país sino para el continente, según lo prueban los sorprendidos, entusiasmados y hasta azorados comentarios que pueden leerse en la prensa extranjera; asimismo, algunos prefectos opositores también tienen mucho que celebrar, aunque esto signifique que en la euforia olviden darse cuenta de que no es lo mismo una votación departamental que una nacional.
Queda pendiente, aunque a algunos medios de comunicación les provoque tanto escozor que preferirán no hacerlo, una cuidadosa lectura de la geografía electoral, pues las posibles interpretaciones al resultado de la votación no se agotan en los porcentajes nacional y departamental, sino que más bien habilitan una cuidadosa interpretación a partir de observar cómo votó la ciudadanía en las provincias, pues más allá del conocido argumento de que la población rural apoya decididamente al actual gobierno (¿por qué será?), estos resultados también marcan la pauta de la gobernabilidad en las prefecturas, que algunos sueñan ver convertidas en feudos (en el sentido estricto de la palabra) cuyos castillos son custodiados por fieras uniones juveniles…
Mientras tanto, es posible hacer algunas reflexiones sobre lo que se pudo ver, leer y escuchar el día del referéndum a propósito de la votación y sus resultados.
Primero, ha quedado claro que los efectos de la propaganda tienen límites. Incluso en los escenarios más oprobiosos, como aquella ciudad en la que el disenso y la opinión crítica son castigados con el repudio público, el desempleo y la abierta amenaza terrorista, hay porcentajes importantes de gente que o no abandona sus ideas a pesar del martillo (físico o simbólico) que les amenaza o, sin decirlo en púbico, expresa su rechazo a la mentira orquestada en cuanto puede hacer efectivo su voto. Por cierto, la reflexión es válida para ambos bandos en pugna.
Esto nos lleva a una segunda reflexión: es demasiado temeraria la hipótesis de que “la gente se cansa” de ir a votar, y el índice de participación ciudadana el 10 de agosto es la prueba contundente de que la “madurez democrática” de la gente es más que un eslogan. Cabe, en todo caso, la posibilidad de suponer que quienes sí se cansan son aquellos que le tienen pavor al nuevo rostro de la democracia, que hace ya años dejó de ser “representativa” para convertirse de a poco en “participativa”. Finalmente, no debe olvidarse que el voto es una forma más de la libertad de expresión, y es difícil imaginar a una sola persona renunciando voluntariamente, por cansancio, a este derecho.
Dicho esto, resulta inevitable referirse a los canales por los cuales se difunde tanto la propaganda como la falacia del cansancio con el voto: los medios de comunicación. Si bien desde una lectura cínica es posible considerar aceptable, cuando no correcto, el que los medios (o sus operadores, más bien) tomen partido, los excesos que cometen los sitúan más cerca del ridículo que del servicio social. Por grande que sea la tentación, evitaremos citar ejemplos de lo afirmado, baste con recordar los apocalípticos titulares de más de un periódico el día del referéndum. Asimismo, las lecturas que se hicieron al calor de la sorpresa o el azoro al conocerse los resultados del “conteo rápido” muestran una perversa predilección por la confrontación (o la desintegración nacional, en algunos bien conocidos casos) antes que por la búsqueda de posibilidades de acuerdo o, cuando menos, acercamiento.
Puestas así las cosas, se puede decir que hay esfuerzos que, vistos en perspectiva, resultan excesivos en relación con sus resultados.
Aunque al momento de escribirse este texto todavía no se conocen los resultados del Referéndum del pasado domingo al 100 por ciento, es un hecho que la votación ha producido muchos vencedores, comenzando por el Presidente y el Vicepresidente de la República, que ostentan una legitimidad histórica no sólo para el país sino para el continente, según lo prueban los sorprendidos, entusiasmados y hasta azorados comentarios que pueden leerse en la prensa extranjera; asimismo, algunos prefectos opositores también tienen mucho que celebrar, aunque esto signifique que en la euforia olviden darse cuenta de que no es lo mismo una votación departamental que una nacional.
Queda pendiente, aunque a algunos medios de comunicación les provoque tanto escozor que preferirán no hacerlo, una cuidadosa lectura de la geografía electoral, pues las posibles interpretaciones al resultado de la votación no se agotan en los porcentajes nacional y departamental, sino que más bien habilitan una cuidadosa interpretación a partir de observar cómo votó la ciudadanía en las provincias, pues más allá del conocido argumento de que la población rural apoya decididamente al actual gobierno (¿por qué será?), estos resultados también marcan la pauta de la gobernabilidad en las prefecturas, que algunos sueñan ver convertidas en feudos (en el sentido estricto de la palabra) cuyos castillos son custodiados por fieras uniones juveniles…
Mientras tanto, es posible hacer algunas reflexiones sobre lo que se pudo ver, leer y escuchar el día del referéndum a propósito de la votación y sus resultados.
Primero, ha quedado claro que los efectos de la propaganda tienen límites. Incluso en los escenarios más oprobiosos, como aquella ciudad en la que el disenso y la opinión crítica son castigados con el repudio público, el desempleo y la abierta amenaza terrorista, hay porcentajes importantes de gente que o no abandona sus ideas a pesar del martillo (físico o simbólico) que les amenaza o, sin decirlo en púbico, expresa su rechazo a la mentira orquestada en cuanto puede hacer efectivo su voto. Por cierto, la reflexión es válida para ambos bandos en pugna.
Esto nos lleva a una segunda reflexión: es demasiado temeraria la hipótesis de que “la gente se cansa” de ir a votar, y el índice de participación ciudadana el 10 de agosto es la prueba contundente de que la “madurez democrática” de la gente es más que un eslogan. Cabe, en todo caso, la posibilidad de suponer que quienes sí se cansan son aquellos que le tienen pavor al nuevo rostro de la democracia, que hace ya años dejó de ser “representativa” para convertirse de a poco en “participativa”. Finalmente, no debe olvidarse que el voto es una forma más de la libertad de expresión, y es difícil imaginar a una sola persona renunciando voluntariamente, por cansancio, a este derecho.
Dicho esto, resulta inevitable referirse a los canales por los cuales se difunde tanto la propaganda como la falacia del cansancio con el voto: los medios de comunicación. Si bien desde una lectura cínica es posible considerar aceptable, cuando no correcto, el que los medios (o sus operadores, más bien) tomen partido, los excesos que cometen los sitúan más cerca del ridículo que del servicio social. Por grande que sea la tentación, evitaremos citar ejemplos de lo afirmado, baste con recordar los apocalípticos titulares de más de un periódico el día del referéndum. Asimismo, las lecturas que se hicieron al calor de la sorpresa o el azoro al conocerse los resultados del “conteo rápido” muestran una perversa predilección por la confrontación (o la desintegración nacional, en algunos bien conocidos casos) antes que por la búsqueda de posibilidades de acuerdo o, cuando menos, acercamiento.
Puestas así las cosas, se puede decir que hay esfuerzos que, vistos en perspectiva, resultan excesivos en relación con sus resultados.
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