Por: Leonardo Boff
Bután es un pequeñísimo reino hereditario en las faldas del Himalaya, entre China, la India y el Tibet। Sólo tiene dos millones de habitantes, y su ciudad mayor es la capital, Timfú, con cerca de cincuenta mil habitantes. Está amenazado de desaparecer dentro de pocos años, en caso de que los lagos del Himalaya, que están creciendo por el deshielo, se desborden avasalladoramente. Gobernado por un rey y por un monje que tiene casi la autoridad real, es considerado uno de los menores y menos desarrollados países del mundo. Con todo, es una sociedad sumamente integrada, patriarcal y matriarcal simultáneamente, dado que el miembro más influyente se transforma en jefe de familia. Bután posee algo único en el mundo y que todos los países deberían imitar: el «índice de felicidad interna bruta”. Para el rey y el monje gobernantes, lo que cuenta en primer lugar no es el PIB, Producto Interno Bruto, medido a base de todas las riquezas materiales y servicios que un país ostenta, sino la Felicidad Interna Bruta, resultado de las políticas públicas, del buen gobierno, de la equitativa distribución de la renta que resulta de los excedentes de la agricultura de subsistencia, de la ganadería, de la extracción vegetal, de la venta de energía a India, de la ausencia de corrupción, de la garantía general de educación y salud de calidad, con carreteras transitables en los valles fértiles y en las altas montañas, pero especialmente como fruto de las relaciones sociales de cooperación y de paz entre todos. Eso no ha llegado a impedir conflictos con Nepal, pero tampoco ha desviado el propósito humanístico del reino. La economía, que en el mundo globalizado es el becerro de oro, comparece sólo como uno de los items en el conjunto de los factores a ser considerados.
Por detrás de este proyecto político funciona una imagen multidimensional del ser humano। Concibe al ser humano como un nudo de relaciones orientado en todas las direcciones, que tiene sí hambre de pan, como todos los seres vivos, pero que principalmente se mueve por el hambre de comunicación, de convivencia y de paz, que no pueden ser compradas en el mercado o en la bolsa. Función de un gobierno es atender a la vida de la población en la multiplicidad de sus dimensiones. Su fruto es la paz. En la inigualable comprensión que la Carta de la Tierra elaboró sobre la Paz, ésta «es la plenitud que resulta de las relaciones correctas consigo mismo, con otras personas, con otras culturas, con otras vidas, con la Tierra y con el Todo mayor del cual somos parte (IV, f).
La felicidad y la paz no son construidas por las riquezas materiales y por las parafernalias que nuestra civilización materialista y pobre nos presenta। En el ser humano ella ve sólo un productor y un consumidor. Lo demás no le interesa. Por eso, tenemos tantos ricos desesperados, jóvenes de familias sin problemas económicos que se suicidan por no encontrar ya sentido en la abundancia. La ley del sistema dominante es: quien no tiene, quiere tener; quien tiene, quiere tener más; y a quien tiene más no le parece suficiente. Olvidamos que lo que nos trae la felicidad es el relacionamiento humano, la amistad, el amor, la generosidad, la compasión, el respeto... realidades que valen pero que no tienen precio. Lo dramático está en que esta civilización humanamente pobre está acabando con el Planeta con el afán de ganar más, cuando lo importante sería tratar de vivir en armonía con la naturaleza y con los demás seres vivos.
Bután nos da un bello ejemplo de esta posibilidad. Sabia ha sido la observación de un pobre de nuestras comunidades, que ha comentado: «Aquella persona es tan pobre tan pobre, que sólo tiene dinero». Y, realmente, era muy infeliz
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