Por: Claudio Rossell Arce
A estas alturas parece manido el tema de la libertad de expresión habida cuenta, por un lado, de la gran cantidad de artículos, ensayos, investigaciones y un largo etcétera publicados sobre la materia y, por otro, que el solo hecho de insistir sobre el tema es la muestra más clara de que este derecho fundamental está vigente; sin embargo, dos acontecimientos recientes provocan la tentación de abundar sobre el mismo.
El primero fue la desafortunada carta del Superintendente interino de Telecomunicaciones a poco más de un millar de medios de comunicación recordándoles la normativa vigente sobre los contenidos mediáticos y el control que debiera ejercerse sobre ellos; el segundo fue la presentación del informe de Bolivia ante la Reunión de Medio Año de la Sociedad Interamericana de la Prensa (SIP).
Ha habido una coincidencia casi unánime en que la carta que envió el Superintendente de Telecomunicaciones fue inoportuna respecto del momento político; pero hay que reconocer que, incluso si el momento político fuese distinto los sectores vinculados a los medios de comunicación de todos modos hubiesen echado el grito al cielo. No se trata de negar el hecho de que detrás del “recordatorio” de la normativa vigente hubo algún tipo de intencionalidad política, sino de reconocer que la reacción fue desproporcionada y equivocada.
Desproporcionada porque la carta, por mucho que se la mire al derecho y al revés, no contenía ningún tipo de amenaza explícita. Es más bien plausible creer que quienes se sintieron “amenazados” por la nota se saben culpables de cometer frecuentes excesos en el marco de su libertad de expresión; ¿no es caso indignante que, cada vez que tienen ocasión, los productores y presentadores de noticiarios televisivos se regodeen mostrando imágenes de violencia extrema sin importar que, supuestamente, existe un “horario de protección al menor”, exponiendo a niños y niñas a contenidos claramente contraindicados para ellas y ellos?
Equivocada, pues además de que algunos medios deliberadamente olvidaron informar que la normativa señalada en esa carta es un Decreto de 1971, elevado a rango de Ley en 1995, es decir durante el gobierno del ahora prófugo Gonzalo Sánchez de Lozada, recién ahora los paladines de la defensa de la libertad de expresión amenazan con demandar la inconstitucionalidad de esa norma cuando debieron haberlo hecho en cuanto se promulgó la Ley de Telecomunicaciones (o, para ser precisos, en cuanto fue posible interponer este tipo de recursos con la instalación del Tribunal Constitucional en 1998).
Lo que queda claro es que en este específico asunto, también hay una vulneración de la libertad de expresión cuando se incumple el principio que señala el derecho de todas y todos no sólo a expresarse, sino sobre todo de contar con información completa.
Finalmente, respecto del informe boliviano ante la SIP (es posible encontrarlo en www.sipiapa.org), lo primero que llama la atención es la pobreza de la exposición, la ausencia de argumentos sólidos, el exceso de consignas. No es comprensible que quienes son profesionales de la información no hayan sido capaces de estructurar un texto sólido, contundente. Sin duda, incluso si disentimos con aquellas posturas que apelan a una situación de extrema vulnerabilidad de la libertad de expresión de las y los periodistas, debemos reconocer que es posible elaborar un informe creíble no sólo para los obcecados que aplauden cualquier esfuerzo por denostar al gobierno y sus comportamientos frente a los medios, sino sobre todo para quienes quisieran tener información suficiente para tomar posición. ¿Es mucho pedir?
No es correcto tratar de tapar el sol con un dedo, no es correcto señalar sólo a una de las partes en el conflicto omitiendo informar, por ejemplo, cuál fue el excesivo papel desempeñado por la mayor parte de los medios de comunicación en Sucre incentivando no sólo el odio racial, sino sobre todo la violencia callejera a base de rumores y desinformación. ¿A qué juegan quienes realizan esos paupérrimos y politizados informes?
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