Escrito por Xavier Albó (*)
01 de abril de 2008
La identidad de lo que ahora llamamos Latinoamérica o Iberoamérica sabe todavía demasiado a ajena y sigue reflejando los malentendidos de la Colonia y de nuestro surgimiento como estados modernos.
Históricamente la primera tergiversación ha sido habernos denominado América, como si nuestra identidad dependiera de un geógrafo italiano. ¡Su mapa echando humo sobre nuestra historia profunda!
Ahora este nombre América ha sido además apropiado para sí por los Estados Unidos del Norte para expresar su identidad nacional: “The great American Nation”. Vergonzantemente nuestra identidad pareciera ser los subalternos del Norte, como ironizó ya hace años el humorista Perich: “Lo malo de América del Sur es que es del Norte”.
Para remediarlo, se nos han adherido calificaciones: España nos llamó Hispanoamérica. Después fuimos Iberoamérica, para que el Brasil encajara mejor. Y los propios norteamericanos nos rebautizaron Latinoamérica, aunque poco latín hablamos…
Por fin, tardíamente, hemos vuelto a recordar que desde bastante antes de que naciera Américo y de que nos bautizaran América y nos apellidaran hispanos, iberos o latinos, aquí ya había numerosos pueblos originarios con sus florecientes e inéditas civilizaciones, como documenta el apasionante libro “1491” de Charles Mann (México y Nueva York 2006). Para referirnos a ellos, hemos inventado otro nombre: Indoamérica o Amerindia. Tiene ya un toque de contrapunto contestatario frente al énfasis en vernos sólo como hispanos, iberos o latinos. Pero encarama un malentendido sobre otro. Al quid pro quo de ‘América’ se añade ahora el de ‘Indo’, consagrando el viejo error de Colón. América venía prestado de Italia y, ahora, este Indo nos hace de la lejana India. Al menos el movimiento Afroamericano sí acierta en que este otro componente importante de nuestra realidad fue arrancado a la fuerza de su África ancestral.
Siguen siendo muchos millones: unos, tataranietos de los primeros ocupantes de esta tierra; otros, de los que fueron arrastrados acá con cadenas. Ambos, reducidos a mano de obra barata de los señores y patrones llegados de Europa. Todos ellos, activos y sin ganas de morir, como declararon cinco siglos después cuando sus representantes, llegados de todo el continente hasta Quito acordaron festejar también aquel cercano y controvertido 12 de octubre pero con su propio lema: “500 años de resistencia”. Siguen reconociéndose como naciones y reclamando que los estados actuales no se asusten de este reclamo, que no cuestiona tampoco al Estado-Nación.
¿O será mejor sedarnos con esa media verdad de que todos conformamos ya la bella América Mestiza? Que hubo mestizajes, claro que los hubo y de todo pelaje, primero el biológico y después también el cultural. Pero a éste siempre se lo va canalizando hacia una sola dirección: la de blanquearse. Porque la batuta del poder y la exclusión racista la llevaron y siguen llevando los blancos con su cohorte de blanqueados. Rarísimo es el mestizaje “al revés”, hacia lo indio, que hace poco reclamaba el aymara Felipe Quispe.
Por eso en los censos del Brasil los negros se siguen camuflando en pardos y las exuberantes negras danzantes ya sólo son mulatas. Por no hablar del dictador Trujillo en la República Dominicana, quien – otra tergiversación inaudita – decidió que los negros de su país eran “indios” pues sólo los de Haití podían ser negros. En el Perú el “indio” (léase, originario) pasa a ser serrano o campesino; y, en su último censo, toda referencia a lo indígena y originario, incluidas las lenguas, ha sido extirpado como peste.
Décadas atrás el mexicano Guillermo Bonfil Batalla ya había descalificado ese tipo de manipulaciones censales como “etnocidio estadístico”. Era parte del proyecto político mestizo de la revolución mexicana, secundado después en otros países, en que para poder ser plenamente ciudadanos los indígenas tenían que reducirse a campesinos. Un proyecto que también allí ha sido después cuestionado con fuerza desde Chiapas.
En todo esto se oculta, por tanto, otra falacia más sutil. Tras este aparente equilibrio igualador del proyecto mestizo, se siguen mimetizando viejas dominaciones excluyentes, que obligan a los excluidos de siempre a invisibilizar sus identidades profundas para poder abrirse camino.
Lo paradójico es que los precursores de nuestra independencia fueron los negros de Haití, tan admirados por Bolívar, y en los Andes, Tupaj Amaru y Tupaj Katari, que por su osadía acabaron cuarteados por cuatro caballos españoles. Pero esos pedazos de su cuerpo mártir, repartidos como escarmiento por diversas poblaciones – la cabeza ahí, la pierna izquierda allá y la derecha acullá –se transformaron en testimonios proféticos que pronto estimularon la rebelión de los criollos y mestizos, quienes al final lograron la Independencia. Pero una Independencia capada, porque pretendieron construir nuevos estados sin raíces originarias, herederos neocoloniales de la Colonia.
¿Será irremediable eso de seguirnos identificando con nombres e ilusiones ajenas? ¿No tenemos raíces propias en esta tierra?
Los grandes profetas suelen salir de cuna humilde: Cristo en un corral de Belén; el nieto de esclavos Martin Luther King en la otra America; Mandela en la Sudáfrica del apartheid; el Dalai Lama que se va reencarnando en algún niño del último rincón; o – más cerca de nosotros en el tiempo y el espacio – el obrero Lula y Evo, el pastor de llamas, ambos formados en la lucha y no en sofisticadas pero ajenas universidades…
Son también ahora nuestros pueblos originarias, cinco siglos marginados, los que, con sus persistentes reclamos, nos dan pistas para reencontrarnos y reestructurar todo nuestro continente, primero para agarrar y calar hondo en nuestro propio suelo y raíces, enseguida para aplicar bien tantos injertos de otras partes en este tronco robusto, con ese pegamento clave que es el fomento de una amplia y respetuosa interculturalidad en nuestras actitudes y en la ingeniería política y social de nuestras instituciones.
A este sueño de un nuevo continente posible, todos estos pueblos ya han coincidido en darle un nombre mucho más sugerente: Abya Yala. Así llamaba desde siempre el pueblo Kuna, de Panamá, a todo lo que se expandía más allá de su territorio. Abya significa la virgen ya madura y lista para ser fecunda; y Yala es territorio. Que así sea pronto en este nuestro territorio y nueva patria grande posible, incluyente de todos y con unas ramas que se extiendan por todo el mundo repletas de frutos.
(*) El autor es jesuita, antropólogo e investigador de CIPCA
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