Ismael Guzmán (*)
En estos días pasados se generó todo un debate en torno a los azotes aplicados a un ex dirigente indígena mojeño como parte de una sanción ejecutada en el XVIII Encuentro de Corregidores del Territorio Indígena Parque Nacional Isiboro Sécure (TIPNIS). Este hecho nos motivó a realizar una rápida revisión de referencias históricas y encontramos que el azote es una institución de larga data aplicado como sanción por algunos pueblos indígenas a través de su organización tradicional y en otros casos inflingida como castigo incorporado en las relaciones laborales de la región.
Para empezar, no hemos encontrado registro alguno que demuestre que la aplicación de azotes forme parte de la cultura ancestral de los pueblos de Mojos, es una práctica introducida por la colonia y se prolongó durante más de una centuria de la administración republicana, siendo reproducida especialmente por el sistema patronal de la estancia y la explotación del caucho.
El azote fue tempranamente incorporado a las prácticas indígenas de administración de justicia local como una forma de sanción, aunque actualmente esta práctica se va perdiendo en algunas organizaciones indígenas, pero aún prevalece en otras. Los principios sobre los que se basa esta práctica es que “los azotes son una cura que endereza a quién contraviene las normas de comportamiento comunal”; este principio implica que cuando los azotes son aplicados como parte de una sanción, no representan a juicio de los indígenas forma alguna de tortura, puesto que es precisamente una sanción que busca la reivindicación inmediata del infractor y su reinserción en la vida comunitaria; es decir, con el mismo fin (reivindicar a la persona) va en un sentido inverso al de la sanción carcelaria del sistema formal que excluye al infractor y posterga su reinserción social a veces de por vida (cadena perpetua).
En la región conocida hoy como el departamento del Beni, la historia testimonia una fuerte tradición de la cultura del látigo tanto en la época colonial como la republicana, aplicada en función a conservar el orden sociopolítico establecido, pero sobretodo estuvo muy vinculada a las relaciones laborales, como señala la socióloga Zulema Lemh, estuvo dirigida a domesticar la fuerza laboral a condiciones de sobreexplotación, donde la víctima fue el sector indígena. Las siguientes referencias extraídas de fuentes bibliográficas dan cuenta de esta aseveración:
El historiador Antonio Carvalho Urey señala que en 1811, en un ambiente tenso en el que se rumoreaba intentos de sublevación, vía la administración colonial local se azotó y paleó con la mayor crueldad imaginable a hombres, mujeres y niños indígenas, los cuales huían despavoridos de un lado a otro intentando refugiarse en la Iglesia. El saldo de este “escarmiento” fue decenas de indígenas muertos y heridos; este suceso concluyó con el posterior azote con hasta 50 latigazos a otros indígenas que posteriormente fueron sorprendidos ocultándose de la masacre.
De otro lado, el jesuita Arteche en 1887 narra la crueldad con que azotaron (acompañado de otros ultrajes infringidos) al líder mojeño Andrés Guayocho y algunos de sus seguidores hasta darle muerte, protagonizada por una expedición armada enviada por el Estado boliviano a través del prefecto de ese entonces. Esta acción estaba dirigida a castigar la convocatoria propiciada por Guayocho a sus hermanos indígenas para abandonar la estancia y los centros poblados y retornar monte adentro en busca de sus antiguos parajes territoriales como una respuesta al ultraje y la explotación de que eran objeto.
El explorador P. H. Fawcett, en su crónica “A través de la Selva Amazónica”, registra varios casos específicos ocurridos durante el auge de la goma en el norte amazónico del departamento del Beni (año 1906) en los que el obrero de la siringa que intentaba fugarse debido a la sobrecarga laboral y la rudeza del trato patronal, era castigado con cientos y hasta mil azotes, infligiendo en muchos de ellos la muerte, lo que a su vez constituía un escarmiento para el resto de los siringueros (se dice que en ese entonces la huasca era barata, por eso una arroba de huasca podía constar de doscientos y hasta quinientos azotes).
Estos datos registrados son referentes representativos de cómo el látigo se constituyó en el mecanismo oficial de subordinación o domesticación dirigido especialmente al indígena en su condición ya sea de peón o de sector potencialmente sublevado. Pero además, la institución del azote fue una práctica frecuente en las relaciones más cotidianas del sistema de estancia ganadera hasta bien entrado el siglo XX.
El hecho del caso TIPNIS, es que los pueblos indígenas de este territorio a través de sus mecanismos formales de decisión establecieron sentencia a su ex dirigente por infringir las normas comunitarias (ver voto resolutivo del TIPNIS y la CPEM-B) en un momento donde está pendiente la Ley de Deslinde Jurisdiccional de la justicia, sin embargo este hecho adquirió un grado tal de politización que en vez de contribuir a un debate sano acerca de los mecanismos más efectivos de complementariedad entre la jurisdicción ordinaria y la jurisdicción indígena de la justicia, más bien está generando atrincheramientos y acentuando tensiones entre la institucionalidad indígena y la no indígena, lo cual puede repercutir en la aplicación de los distintos tipos de autonomías.
(*) Ismael Guzmán es sociólogo de CIPCA Beni
En estos días pasados se generó todo un debate en torno a los azotes aplicados a un ex dirigente indígena mojeño como parte de una sanción ejecutada en el XVIII Encuentro de Corregidores del Territorio Indígena Parque Nacional Isiboro Sécure (TIPNIS). Este hecho nos motivó a realizar una rápida revisión de referencias históricas y encontramos que el azote es una institución de larga data aplicado como sanción por algunos pueblos indígenas a través de su organización tradicional y en otros casos inflingida como castigo incorporado en las relaciones laborales de la región.
Para empezar, no hemos encontrado registro alguno que demuestre que la aplicación de azotes forme parte de la cultura ancestral de los pueblos de Mojos, es una práctica introducida por la colonia y se prolongó durante más de una centuria de la administración republicana, siendo reproducida especialmente por el sistema patronal de la estancia y la explotación del caucho.
El azote fue tempranamente incorporado a las prácticas indígenas de administración de justicia local como una forma de sanción, aunque actualmente esta práctica se va perdiendo en algunas organizaciones indígenas, pero aún prevalece en otras. Los principios sobre los que se basa esta práctica es que “los azotes son una cura que endereza a quién contraviene las normas de comportamiento comunal”; este principio implica que cuando los azotes son aplicados como parte de una sanción, no representan a juicio de los indígenas forma alguna de tortura, puesto que es precisamente una sanción que busca la reivindicación inmediata del infractor y su reinserción en la vida comunitaria; es decir, con el mismo fin (reivindicar a la persona) va en un sentido inverso al de la sanción carcelaria del sistema formal que excluye al infractor y posterga su reinserción social a veces de por vida (cadena perpetua).
En la región conocida hoy como el departamento del Beni, la historia testimonia una fuerte tradición de la cultura del látigo tanto en la época colonial como la republicana, aplicada en función a conservar el orden sociopolítico establecido, pero sobretodo estuvo muy vinculada a las relaciones laborales, como señala la socióloga Zulema Lemh, estuvo dirigida a domesticar la fuerza laboral a condiciones de sobreexplotación, donde la víctima fue el sector indígena. Las siguientes referencias extraídas de fuentes bibliográficas dan cuenta de esta aseveración:
El historiador Antonio Carvalho Urey señala que en 1811, en un ambiente tenso en el que se rumoreaba intentos de sublevación, vía la administración colonial local se azotó y paleó con la mayor crueldad imaginable a hombres, mujeres y niños indígenas, los cuales huían despavoridos de un lado a otro intentando refugiarse en la Iglesia. El saldo de este “escarmiento” fue decenas de indígenas muertos y heridos; este suceso concluyó con el posterior azote con hasta 50 latigazos a otros indígenas que posteriormente fueron sorprendidos ocultándose de la masacre.
De otro lado, el jesuita Arteche en 1887 narra la crueldad con que azotaron (acompañado de otros ultrajes infringidos) al líder mojeño Andrés Guayocho y algunos de sus seguidores hasta darle muerte, protagonizada por una expedición armada enviada por el Estado boliviano a través del prefecto de ese entonces. Esta acción estaba dirigida a castigar la convocatoria propiciada por Guayocho a sus hermanos indígenas para abandonar la estancia y los centros poblados y retornar monte adentro en busca de sus antiguos parajes territoriales como una respuesta al ultraje y la explotación de que eran objeto.
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8 comentarios:
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