Claudio Rossell Arce
Cuando Alan García, en uso de una prerrogativa concedida por el Congreso de su país para legislar directamente sobre asuntos referidos al TLC, decidió en 2008 subordinar los derechos de los pueblos indígenas sobre la Amazonia peruana al interés transnacional, la Defensora del Pueblo de Perú le advirtió que estaba sembrando dientes de dragón.
Durante los primeros meses de 2009 los indígenas amazónicos hicieron numerosos intentos de hacer escuchar sus reclamos por la vía institucional, pero apenas obtuvieron una insensible respuesta del Ejecutivo señalando que era algo que debían resolver con el Congreso, que a su vez señaló que debían negociar con el Gobierno; es decir fueron de Herodes a Pilatos y ninguno quiso escuchar sus razones.
Finalmente, la declaratoria de zona de emergencia en el norte amazónico en abril pasado significó que los dientes de dragón habían germinado, y ciertamente el Presidente peruano y sus asesores se mostraron ora incapaces de comprender la magnitud del conflicto ora decididos a imponer su voluntad a cualquier costo.
El trágico desenlace del fin de semana último estaba anunciado, y de nada sirvieron entonces las advertencias, primero, y las invocaciones a detener la violencia, luego, que hicieron la Defensoría del Pueblo y la jerarquía de la iglesia Católica del vecino país.
Mal mirado, el discurso del Presidente peruano el fin de semana último tiene alguna razón de ser: la inestimable riqueza de la Amazonia debe ser aprovechada, para bien de ese país, y sin duda para el bien de la humanidad.
Bien mirado, el discurso es insensato en la medida en que dicho aprovechamiento implica no sólo ceder esa riqueza a unas cuantas compañías que, con suerte, dejan las migajas para el disfrute de unas cuantas elites bien acomodadas en la imperial Lima, sino, sobre todo, pasar por encima de los pueblos indígenas cual si éstos fueran nada más que la hierba bajo las botas transnacionales.
No debe entenderse como mentira eso de que la Amazonia —peruana, ecuatoriana, boliviana y brasileña— es patrimonio de la humanidad. Sí debe asumirse como inaceptable falacia el que dicho patrimonio debe ser encomendado a los amos del mundo, que hasta ahora han demostrado un afán rapaz por convertir todo lo que tocan en negocio de hoy, sin detenerse a pensar en la desgracia de mañana (que por cierto, no está en absoluto lejano a juzgar por las primeras manifestaciones del calentamiento global).
Por tanto, no es descabellado ni menos "radical" pensar en que corresponde a los pueblos indígenas, originarios de esa ubérrima zona, hacerse cargo de gestionar esa riqueza —no sólo material— incluso a pesar de un presunto impedimento al "progreso" y al "desarrollo", que, está visto, no necesariamente son el camino a un mundo mejor.
La masacre de indígenas perpetrada el fin de semana en nombre de un progreso ciego debe dolernos como humanos, y como humanos debemos rechazar enfáticamente la sangre vertida, no porque simpaticemos con los indigenismos de moda, sino porque los muertos de ambos bandos son víctimas de un sistema insensible y profundamente racista, que medra en la sangre inocente y les niega el futuro a nuestros hijos.
Sólo nos queda desear que esas muertes caigan sobre el soberbio Presidente peruano como las muertes de El Alto cayeron sobre Goni y sus adláteres. Que la justicia —si existe— haga su trabajo y el resultado sea una condena incuestionable, pues de otro modo la humanidad tendrá que lamentar un nuevo fracaso, y de esos ya tenemos demasiados.
14 de junio de 2009
El próximo Goni
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