Escrito por Xavier Albó (*)
Para interpretar la reciente violencia en Achacachi, ya tan aireada, veo dos factores clave: las duras experiencias acumuladas desde mucho antes allí como en otras partes; y la falta de confianza en los mecanismos habituales de justicia.
En 1971, como parte de mi aprendizaje de aymara, viví un tiempo en comunidades de La Rinconada, la región más famosa por su agresividad incluso dentro de Achacachi. Un día subíamos con un joven pastor hasta las nieves del Illampu y un rato tuvimos que ocultarnos tras unas rocas porque por el mismo sendero se acercaban varios de la temida comunidad vecina. Trabajamos después muchos años en toda la región hasta que el golpe de García Meza —otro estilo de violencia organizada— nos forzó a dejar el trabajo.
Escribí incluso un libro: Achacachi, medio siglo de lucha campesina. Aprendí que desde fines del siglo XIX nuevos patrones se apoderaron de muchas tierras comunales. Seguían azuzando a sus nuevos peones a pelear contra los de haciendas vecinas para ver quién acaparaba más: “¿Acaso no quieren defender sus tierras?”, les decían. Desde 1952 Achacachi fue la Cliza y Ucureña del altiplano, con dirigentes corajudos y temidos como Toribio Salas o Wila Saco, que recuperaron las tierras y establecieron su propio estilo de gobierno con milicias locales. Pronto las divisiones internas del MNR despertaron nuevos y viejos conflictos locales. La politiquería nacional funciona a veces como una poderosa y agravante caja de resonancia local.
Una vez Barrientos —que, con su mezcla de compadrazgos, fajos de billetes, manejo del quechua y también duro autoritarismo, había logrado acabar con la Ch’ampa Guerra del Valle Alto de Cochabamba— tuvo que escaparse a toda mecha de una concentración, en medio de pedradas, cuando pretendía venderles las bondades del resistido “impuesto único” sobre la tierra... Las peleas entre movimientistas y guevaristas y después con barrientistas estimulaban nuevos conflictos y cajas de resonancia. Por otra parte, el katarismo se alimentó allí de esa misma experiencia para imponerse solidariamente contra el Pacto Militar Campesino.
Todos ellos son antecedentes directos de la sucesiva fama y después rechazo del “Mallku” Felipe Quispe, de la militancia de los autodenominados “ponchos rojos” con sus cuarteles populares; pero también de asesinatos alevosos, pugnas de contrabandistas y linchamientos.
Primera lección aprendida. Experiencias acumuladas de violencia buscan soluciones igualmente violentas. A ello se añaden las circunstancias de dura sobrevivencia y pobreza, agravadas en el altiplano por la misma dureza del clima y, en Achacachi, por la fuerte presión sobre la tierra escasa, etc. Las matanzas entre Laymes, Jukumanis y Qaqachakas son otro ejemplo, hoy al parecer superado. Todo esto es caldo de cultivo para una mayor agresividad y puede conducir a ampliar los márgenes de tolerancia en lo que podríamos llamar los “umbrales de violencia socialmente aceptados”. No lo justifico. Sólo intento comprenderlo.
Segunda. Es muy común que, cuando ya no hay una causa y un claro objetivo común para organizarse y luchar juntos, todo degenere en estériles pugnas internas. Pregúntenlo en la Centroamérica post revolucionaria, donde ahora nadie se atreve a andar solo por la calle desde el anochecer. De rebeldes con causa a violentos sin causa.
Por supuesto, en este linchamiento, estaban también de por medio las postrimerías de la fiesta de los transportistas. No es raro que fiestas con libaciones, que inicialmente convocan a compartir, acaben en peleas y tristes desenlaces. Otro ingrediente es que a veces los “residentes” —es decir, quienes ya viven en la ciudad— cuando retornan a sus pagos para festejar llegan con una carga particular de agresividad contenida, sobre todo frente a desconocidos. Si ésos resultan ser además una banda organizada de rateros, ¡no digamos! Si, además, los encargados del orden público están ausentes, rebalsados o, a veces, son incluso cómplices, ¡peor que peor!
¿Y la “justicia comunitaria”? Nada que ver, pese a que tantos abusan del término. Busquen “linchamiento” en el Google y verán que el nombre viene del juez Lynch en el sur de Estados Unidos. Pero el tema del pluralismo jurídico y la nueva Constitución es harina de otro costal y —espero— de otras varias columnas.
Para interpretar la reciente violencia en Achacachi, ya tan aireada, veo dos factores clave: las duras experiencias acumuladas desde mucho antes allí como en otras partes; y la falta de confianza en los mecanismos habituales de justicia.
(*)Xavier Albó es antropólogo lingüista y jesuita.
3 de diciembre de 2008
Achacachi y más allá
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