Revista Escape / Retrato
Un educador para la libertad que marcó con el ejemplo la vida de cientos de estudiantes.
Un jovenzuelo de 18 años atraviesa temeroso la frontera brasileño-boliviana por Corumbá, calurosa en aquel noviembre de 1961. Mitad andaluz mitad valenciano, el muchacho es uno de los tres elegidos entre varios jesuitas españoles voluntarios que respondieron al llamado que años antes había hecho el papa Pío XII a la Compañía de Jesús para enviar novicios a Bolivia. El Vaticano creía por entonces que este país estaba volviéndose comunista y enviaba a sus salvadores con la misión de acabar con el comunismo que “estaba invadiendo las minas”.
El andaluz-valenciano conoce en su ingreso una Santa Cruz de cinco cuadras de adoquines en torno a la plaza principal. Todo lo demás es arena. Recorre la ruta a Cochabamba en plena celebración de Todos Santos y el camino graba en su mirada la sucesión de columpios colgados en los árboles. Esa impresión es sustituida horas después con la imagen de miles de bicicletas que inundan las calles de la ciudad valluna.
En Santa Veracruz, en las afueras de la ciudad, el joven Alfonso Pedrajas hace el segundo año de noviciado que interrumpió en España y en seguida tiene su primer contacto con las minas, en una experiencia que probablemente marcaría el resto de su vida en Bolivia. Destinado a Uncía para cuidar a un jesuita enfermo, Pica, como se lo conoce por una traviesa derivación de la tierra abundante en piedras a la que alude su apellido, recoge su tercera mayor impresión: la pobreza de las minas. Y aunque la España de la que venía pasaba en ese entonces por una dictadura empobrecida, el contraste que ve es muy grande.
Pedrajas completaría seis años más de estudios en Humanidades, Literatura, Arte, Historia, Latín, Griego y Filosofía en Lima y Quito, antes de establecerse plenamente en Bolivia para dedicarse a su vocación definitiva: la educación.
A su retorno, comienza a trabajar simultáneamente en tres colegios paceños: en los dos San Calixto, diurno y nocturno, y en otro establecimiento de Fe y Alegría en la zona de Pura Pura. En aquel barrio paceño comparte una modesta vivienda con Pedro Basiana, sacerdote jesuita conocido por sus ideas, para aquella época adelantadas, de lo que más tarde se conocería en la región como Teología de la Liberación.
La casita de Pura Pura no es sólo el espacio del voto de pobreza de Pica, sino también el lugar donde en 1969 el seminarista Néstor Paz Zamora se despediría de Pedrajas y Basiana la noche antes de partir hacia la guerrilla de Teoponte, comulgando en una improvisada misa.
En 1971, Pedrajas concluye en Cochabamba el último año de sus estudios en Teología. Para esas fechas tuvo su primer contacto con el colegio-internado Juan XXIII y en 1972, bajo la dirección de Basiana, Pica comienza a trabajar a tiempo completo en esa institución, en la que proyectaría el pensamiento de un hombre profundamente cristiano, pero que a la vez tiene un compromiso social que, en su visión, debía comenzar por la conducta individual y una coherencia estricta entre teoría y práctica.
Pica colabora a Basiana en la transformación del Juan XXIII, que por entonces valoraba casi exclusivamente la excelencia académica de becarios con altos coeficientes intelectuales, para transformarlo en un centro educativo integral que, de manera pionera en Bolivia, incorporó una nueva consigna: no se tienen estudiantes que trabajan, sino trabajadores que estudian.
Cuando el dúo de jesuitas logró asentarse por completo en la nueva caracterización del colegio, Basiana muere. Era el año 1976. “Yo era el subdirector y el amigo. Pedro Basiana era el Quijote. Yo, el Sancho de toda la vida. Mi carácter ha sido más de Sancho que de Quijote. Formamos una buena yunta. Él era un tipo de ideas, de sueños. Yo era el que las ejecutaba, porque él era incapaz de hacerlas”, recuerda Pedrajas.
Pica asume entonces la dirección del colegio y su primera audacia fue convertir el internado en mixto. Entre sus primeros colaboradores, a quienes los muchachos llamaban “oxis” en alusión a una supuesta condición de “oxidados” por ser mayores que ellos, aparecen los nombres de otros jesuitas, como Carlo Villamil, Carlos Arce, y un voluntario catalán de nombre Xavier Masllorens, quien llegó desde Barcelona junto con su esposa Ima y dos pequeños (un tercero nacería en Cochabamba) para trabajar cinco años sin cobrar ni un centavo de salario. Desde el ejemplo propio, era más fácil exigir a los alumnos. Pica siempre lo supo y tanto él como sus colaboradores aplicaban ese principio.
Pica revolucionó el Juan XXIII con la incorporación del objetivo de la producción como factor complementario, o a veces central, de la educación. “Yo leía muchos libros de educación, particularmente de la entonces Unión Soviética. Me gustaba la educación socialista. Recuerdo el libro Poema pedagógico de Antón Makarenko. Todo aquello me iluminó mucho. La intuición que tuve es que hay muchos factores de la persona humana que no se aprenden en los libros, ni en el aula, sino que se aprenden en el trabajo. Por ejemplo el ingenio, el sentido de la solidaridad. El colectivo social se trama en base a la producción de bienes útiles al mismo colectivo. Cuando uno lava la ropa de los demás, otro cocina para todos, el otro riega las plantas de todos, ahí se crea una interdependencia”.
También estaba la motivación de no perder la conciencia social del origen de los estudiantes. Por eso eran elegidos en centros mineros y provincias del país.
Todos los estudiantes trabajaban en el Juan XXIII. Y combinaban la distribución de las horas de su día con intensas clases que impartían docentes de universidad, intelectuales invitados o hasta dirigentes sindicales, como el caso de Filemón Escóbar, que pasó allí un tiempo de refugio.
Pica dedicó 17 largos años, quizás los más importantes de su vida, a la educación en el colegio Juan XXIII. En 1986, durante un Congreso Latinoamericano de Fe y Alegría en Cochabamba, el Juan XXIII fue nombrado como un modelo latinoamericano de educación en la producción.
Si bien ese título es resultado del esfuerzo de mucha gente; de todos, el que seguramente puso más alma es Pica, con sus 17 años en el Juan XXIII. Centenares de profesionales bolivianos distribuidos en los nueve departamentos de Bolivia saben de él, llevan en sus vidas pedazos de la utopía que aprendieron a amar y que practicaron de más jóvenes en la “pequeña nueva Bolivia”, como se llamaba la comunidad Juan XXIII dentro de los muros del internado de Cochabamba.
Seducido por la idea de la revolución, este sacerdote jesuita marca una identidad cristiana a la hora de identificar sus ideales. “El corazón de una revolución es el hombre nuevo. Sin hombres solidarios, serviciales, generosos, honrados, no hay proyecto revolucionario que se sostenga. En el fondo, son los valores fundamentales del Evangelio. Jesús es el ejemplo de hombre nuevo”.
Pedrajas dejó el alma en el Juan XXIII. Y quizá también parte del cuerpo, ese mismo que hoy sostiene una inclaudicable batalla por la vida. Desde hace 10 diez años Pica se dedica a encauzar las vocaciones de los jóvenes hacia la Compañía de Jesús, en su función de coordinador de la pastoral vocacional. Y aunque a estas alturas ha cumplido suficientemente con su misión, Pica continúa en la gran dedicación de su vida desde las tres condiciones que lo califican: un educador intenso, creativo y audaz.
TESTIMONIOS
XAVIER ALBÓ, sacerdote jesuita y reconocido antropólogo.
“Del tiempo que tengo más recuerdos de Pica es de cuando estaba con los ‘juanchos’. Fue evidentemente sucesor de Pedro Basiana en el estilo en la educación. Pica es un hombre comprometido, muy emotivo al mismo tiempo, muy sintonizado con el problema de las otras personas.”
ÓSCAR UZÍN FERNÁNDEZ, escritor y docente universitario.
“Conocí a Pica hace 40 años, en mis clases de la universidad en Cochabamba. Desde entonces soy su amigo y lo admiro. Es un hombre de una grandeza de corazón increíble. Tiene una sabiduría humilde, que no se manifiesta a gritos. Es muy humano. Es uno de mis mejores amigos. Es un cristiano humano. Un hombre abierto.”
FILEMÓN ESCÓBAR, dirigente sindical y líder político.
“Es una persona muy gentil y muy tolerante. Pero sobre todo es un gran pedagogo. Yo trabajé con él y con Basiana unos siete años en la década del 70. Pica es un gran artista. Tocaba la guitarra y cantaba. Él se complementaba muy bien con Basiana, así construyeron juntos el colegio Juan XXIII”.
Un educador para la libertad que marcó con el ejemplo la vida de cientos de estudiantes.
Un jovenzuelo de 18 años atraviesa temeroso la frontera brasileño-boliviana por Corumbá, calurosa en aquel noviembre de 1961. Mitad andaluz mitad valenciano, el muchacho es uno de los tres elegidos entre varios jesuitas españoles voluntarios que respondieron al llamado que años antes había hecho el papa Pío XII a la Compañía de Jesús para enviar novicios a Bolivia. El Vaticano creía por entonces que este país estaba volviéndose comunista y enviaba a sus salvadores con la misión de acabar con el comunismo que “estaba invadiendo las minas”.
El andaluz-valenciano conoce en su ingreso una Santa Cruz de cinco cuadras de adoquines en torno a la plaza principal. Todo lo demás es arena. Recorre la ruta a Cochabamba en plena celebración de Todos Santos y el camino graba en su mirada la sucesión de columpios colgados en los árboles. Esa impresión es sustituida horas después con la imagen de miles de bicicletas que inundan las calles de la ciudad valluna.
En Santa Veracruz, en las afueras de la ciudad, el joven Alfonso Pedrajas hace el segundo año de noviciado que interrumpió en España y en seguida tiene su primer contacto con las minas, en una experiencia que probablemente marcaría el resto de su vida en Bolivia. Destinado a Uncía para cuidar a un jesuita enfermo, Pica, como se lo conoce por una traviesa derivación de la tierra abundante en piedras a la que alude su apellido, recoge su tercera mayor impresión: la pobreza de las minas. Y aunque la España de la que venía pasaba en ese entonces por una dictadura empobrecida, el contraste que ve es muy grande.
Pedrajas completaría seis años más de estudios en Humanidades, Literatura, Arte, Historia, Latín, Griego y Filosofía en Lima y Quito, antes de establecerse plenamente en Bolivia para dedicarse a su vocación definitiva: la educación.
A su retorno, comienza a trabajar simultáneamente en tres colegios paceños: en los dos San Calixto, diurno y nocturno, y en otro establecimiento de Fe y Alegría en la zona de Pura Pura. En aquel barrio paceño comparte una modesta vivienda con Pedro Basiana, sacerdote jesuita conocido por sus ideas, para aquella época adelantadas, de lo que más tarde se conocería en la región como Teología de la Liberación.
La casita de Pura Pura no es sólo el espacio del voto de pobreza de Pica, sino también el lugar donde en 1969 el seminarista Néstor Paz Zamora se despediría de Pedrajas y Basiana la noche antes de partir hacia la guerrilla de Teoponte, comulgando en una improvisada misa.
En 1971, Pedrajas concluye en Cochabamba el último año de sus estudios en Teología. Para esas fechas tuvo su primer contacto con el colegio-internado Juan XXIII y en 1972, bajo la dirección de Basiana, Pica comienza a trabajar a tiempo completo en esa institución, en la que proyectaría el pensamiento de un hombre profundamente cristiano, pero que a la vez tiene un compromiso social que, en su visión, debía comenzar por la conducta individual y una coherencia estricta entre teoría y práctica.
Pica colabora a Basiana en la transformación del Juan XXIII, que por entonces valoraba casi exclusivamente la excelencia académica de becarios con altos coeficientes intelectuales, para transformarlo en un centro educativo integral que, de manera pionera en Bolivia, incorporó una nueva consigna: no se tienen estudiantes que trabajan, sino trabajadores que estudian.
Cuando el dúo de jesuitas logró asentarse por completo en la nueva caracterización del colegio, Basiana muere. Era el año 1976. “Yo era el subdirector y el amigo. Pedro Basiana era el Quijote. Yo, el Sancho de toda la vida. Mi carácter ha sido más de Sancho que de Quijote. Formamos una buena yunta. Él era un tipo de ideas, de sueños. Yo era el que las ejecutaba, porque él era incapaz de hacerlas”, recuerda Pedrajas.
Pica asume entonces la dirección del colegio y su primera audacia fue convertir el internado en mixto. Entre sus primeros colaboradores, a quienes los muchachos llamaban “oxis” en alusión a una supuesta condición de “oxidados” por ser mayores que ellos, aparecen los nombres de otros jesuitas, como Carlo Villamil, Carlos Arce, y un voluntario catalán de nombre Xavier Masllorens, quien llegó desde Barcelona junto con su esposa Ima y dos pequeños (un tercero nacería en Cochabamba) para trabajar cinco años sin cobrar ni un centavo de salario. Desde el ejemplo propio, era más fácil exigir a los alumnos. Pica siempre lo supo y tanto él como sus colaboradores aplicaban ese principio.
Pica revolucionó el Juan XXIII con la incorporación del objetivo de la producción como factor complementario, o a veces central, de la educación. “Yo leía muchos libros de educación, particularmente de la entonces Unión Soviética. Me gustaba la educación socialista. Recuerdo el libro Poema pedagógico de Antón Makarenko. Todo aquello me iluminó mucho. La intuición que tuve es que hay muchos factores de la persona humana que no se aprenden en los libros, ni en el aula, sino que se aprenden en el trabajo. Por ejemplo el ingenio, el sentido de la solidaridad. El colectivo social se trama en base a la producción de bienes útiles al mismo colectivo. Cuando uno lava la ropa de los demás, otro cocina para todos, el otro riega las plantas de todos, ahí se crea una interdependencia”.
También estaba la motivación de no perder la conciencia social del origen de los estudiantes. Por eso eran elegidos en centros mineros y provincias del país.
Todos los estudiantes trabajaban en el Juan XXIII. Y combinaban la distribución de las horas de su día con intensas clases que impartían docentes de universidad, intelectuales invitados o hasta dirigentes sindicales, como el caso de Filemón Escóbar, que pasó allí un tiempo de refugio.
Pica dedicó 17 largos años, quizás los más importantes de su vida, a la educación en el colegio Juan XXIII. En 1986, durante un Congreso Latinoamericano de Fe y Alegría en Cochabamba, el Juan XXIII fue nombrado como un modelo latinoamericano de educación en la producción.
Si bien ese título es resultado del esfuerzo de mucha gente; de todos, el que seguramente puso más alma es Pica, con sus 17 años en el Juan XXIII. Centenares de profesionales bolivianos distribuidos en los nueve departamentos de Bolivia saben de él, llevan en sus vidas pedazos de la utopía que aprendieron a amar y que practicaron de más jóvenes en la “pequeña nueva Bolivia”, como se llamaba la comunidad Juan XXIII dentro de los muros del internado de Cochabamba.
Seducido por la idea de la revolución, este sacerdote jesuita marca una identidad cristiana a la hora de identificar sus ideales. “El corazón de una revolución es el hombre nuevo. Sin hombres solidarios, serviciales, generosos, honrados, no hay proyecto revolucionario que se sostenga. En el fondo, son los valores fundamentales del Evangelio. Jesús es el ejemplo de hombre nuevo”.
Pedrajas dejó el alma en el Juan XXIII. Y quizá también parte del cuerpo, ese mismo que hoy sostiene una inclaudicable batalla por la vida. Desde hace 10 diez años Pica se dedica a encauzar las vocaciones de los jóvenes hacia la Compañía de Jesús, en su función de coordinador de la pastoral vocacional. Y aunque a estas alturas ha cumplido suficientemente con su misión, Pica continúa en la gran dedicación de su vida desde las tres condiciones que lo califican: un educador intenso, creativo y audaz.
TESTIMONIOS
XAVIER ALBÓ, sacerdote jesuita y reconocido antropólogo.
“Del tiempo que tengo más recuerdos de Pica es de cuando estaba con los ‘juanchos’. Fue evidentemente sucesor de Pedro Basiana en el estilo en la educación. Pica es un hombre comprometido, muy emotivo al mismo tiempo, muy sintonizado con el problema de las otras personas.”
ÓSCAR UZÍN FERNÁNDEZ, escritor y docente universitario.
“Conocí a Pica hace 40 años, en mis clases de la universidad en Cochabamba. Desde entonces soy su amigo y lo admiro. Es un hombre de una grandeza de corazón increíble. Tiene una sabiduría humilde, que no se manifiesta a gritos. Es muy humano. Es uno de mis mejores amigos. Es un cristiano humano. Un hombre abierto.”
FILEMÓN ESCÓBAR, dirigente sindical y líder político.
“Es una persona muy gentil y muy tolerante. Pero sobre todo es un gran pedagogo. Yo trabajé con él y con Basiana unos siete años en la década del 70. Pica es un gran artista. Tocaba la guitarra y cantaba. Él se complementaba muy bien con Basiana, así construyeron juntos el colegio Juan XXIII”.
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