2 de febrero de 2009

NCPE: Ahora si, hablemos en serio

Nueva Constitución Política del Estado
Ahora si, hablemos en serio
Jenny Ybarnegaray Ortiz
La Paz, 29 de enero de 2009
Pasada la campaña por el SI, que quiso mostrar todas las bondades del texto, y por el NO, que lo atacó con toda la virulencia posible, es hora de hablar en serio de la Nueva Constitución Política del Estado a la luz del resultado del referéndum constituyente.
Pese al largo proceso que precedió dicho acto, en el que se debatió como nunca una ley de la república, me temo que la mayoría de la gente votó sin leer el texto, dio su veredicto en función de “lo que le dijeron que dice”, en función del crédito subjetivo otorgado a quienes hicieron campaña por el SI y por el NO. Sin embargo, esto no es de extrañar, en este, como en cualquier acto electoral, la mayoría de la gente emitió su voto con más intuición que raciocinio, y la mayoría de la gente le dijo SI a la nueva CPE.
El nuevo texto constitucional no es, ni más ni menos, que la expresión del imaginario colectivo sobre “el nuevo país” que devendrá como resultado soñado o temido de su aplicación. Para unos es el instrumento de reconocimiento de sus identidades negadas, para los otros es la expresión iletrada y descalificada del sueño del otro; para los primeros, el texto incorpora la nómina de derechos largamente postergados, y para los segundos es una mezcla absurda de lo ancestral-comunitario con lo moderno-occidental.
Pero, como resulta demasiado petulante interpretar las razones o intuiciones de los otros, me limitaré a hablar por mi misma, de las razones por las que voté SI a la nueva CPE. En primer lugar, me permito afirmar que yo sí la leí, de punta a canto y en sus diversas versiones, leí los informes de mayorías y minorías de varias Comisiones de la Asamblea Constituyente, asistí a los debates públicos y privados en torno al tema, conocí el texto aprobado en grande en Sucre en noviembre de 2007, el aprobado en detalle en Oruro en diciembre del mismo año y el “oficial” concertado en el Congreso en octubre de 2008. Analicé el texto desde la perspectiva de género y desde mi particular mirada feminista, en suma, la conozco.
Por eso, considero que es el resultado híbrido de un proceso en el que primó la tensión, la pugna de posiciones, el diálogo insustancial, la sordera mutua. Y me parece que no podía ser de otra manera, porque sería demasiado iluso pensar que en este proceso se sentarían a dialogar con “amplitud de criterio” y “pensando el país” quienes se sentían dueños absolutos del poder y quienes se sentían los discriminados y excluidos del mismo. Devenimos de una larga historia de desencuentros, negaciones, imposiciones, poder concentrado en manos de pocos, de desconfianzas y prejuicios mutuos, como para pretender que quienes tuvieron papel protagónico en el proceso –los actores y las actoras políticas– depondrían sus preconceptos a la hora de dialogar sobre el contenido del texto constitucional. Asimismo, hubiera sido ingenuo suponer que quienes siempre detentaron el poder político, económico y social, cederían de “buen corazón” a las demandas de esos movimientos sociales insurgentes que decidieron “tomar el cielo por asalto”, como también sería candoroso creer que esos movimientos sociales son la expresión cristalina del “bien común”. De un lado y del otro se juegan gruesos intereses, en un lado y en el otro hay gente bien y mal intencionada, ni unos personifican el “bien” ni los otros encarnan el “mal”, como se representó en el escenario maniqueo montado por los medios de comunicación de masas.
Voté SI a la nueva Constitución porque tengo la firme convicción de que es el instrumento simbólico del anhelo de “cambio” de ese sesenta y dos por ciento de la población que votó igual que yo. Y “cambio” es la palabra mágica a la que falta el adjetivo, porque la mayoría de la gente piensa que “las cosas no están bien” y que deben ser cambiadas, pero no terminamos de dibujar el otro escenario, el que nos haría sentir que vivimos en un país donde “las cosas están bien”; y es que las “cosas bien” que deseamos son múltiples y diversas, tanto así que las mismas cosas que unos califican “buenas” los otros las califican de “malas”.
Por ejemplo, yo califico de “cosa buena” el artículo cuarto de la nueva Constitución que señala “el estado respeta y garantiza la libertad de cultos y de creencias espirituales de acuerdo con sus cosmovisiones. El estado es independiente de la religión”, porque el Estado es una cosa y las religiones son otra cosa, porque nadie tiene derecho de imponer a alguien, y mucho menos a todo un Estado, su particulares convicciones espirituales por vía de la ley, o de la influencia solapada a título de “orientación espiritual de la única y verdadera religión”, sea cual fuere. Pero hay quienes consideran que este artículo “desafía a Dios”, como si una ley humana pudiera desafiar a Dios ¿tan diminuta es su fe que creen que las leyes tienen el poder de desterrar a Dios de sus hogares y de sus corazones? También califico de “cosa buena” el artículo quince que establece en su primer párrafo “Toda persona tiene derecho a la vida y a la integridad física, psicológica y sexual. Nadie será torturado, ni sufrirá tratos crueles, inhumanos, degradantes o humillantes. No existe la pena de muerte”, y califico de “cosa muy buena” el segundo párrafo que determina “Todas las personas, en particular las mujeres, tienen derecho a no sufrir violencia física, sexual o psicológica, tanto en la familia como en la sociedad”, porque mi actividad profesional me ha permitido acercarme a esa cruda realidad que viven siete de cada diez mujeres de este país. Sin embargo, no falta quien opina que esta norma es injusta con los hombres que tienen derecho a “darles su merecido” a “sus” mujeres cuando “se portan mal”, porque “Dios manda a la mujer a obedecer al hombre” o, simplemente, porque les viene en gana o les fue mal en otros menesteres de la vida. En cambio, califico de “cosa mala” el inciso doce del artículo ciento ocho, que mantiene el deber de “prestar el servicio militar, obligatorio para los varones”, porque considero que ninguna persona, sea hombre o mujer, debiera ser instruida en el “arte de la guerra”, salvo expresa voluntad y bajo condiciones restringidas a las necesidades imprescindibles del Estado, ya que la guerra sólo conlleva males a la humanidad, además resulta oneroso sostener un ejército que solamente ha vencido frente a ciudadanos y ciudadanas inermes y ha perdido todas las demás batallas de su historia. No obstante, este deber fue abiertamente defendido por quienes creen que el ejército no sólo sirve para la guerra y que, “por si acaso”, todos los hombres deberían “honrar a la patria” haciendo el servicio militar obligatorio, como si no hubiera formas más inteligentes y útiles de servir a la sociedad y a la patria. Pero, estos son sólo tres ejemplos y para debatir en serio sobre el nuevo texto constitucional hace falta revisarlo con cuidado, en detalle, y este artículo no da para tanto.
Me limitaré a señalar que considero que el texto está demasiado recargado de “indígena originario campesino” –si se solicita al ordenador contabilizar estos tres términos juntos, aparece cincuenta y dos veces, y si se solicita hacer la sumatoria de estos tres términos, en singular y en plural, suma trescientos cincuenta y uno–, lo que desde ya resulta “excesivo”, frente a las nueve veces que nomina en forma conjunta a “las bolivianas y los bolivianos”. Sin embargo, no me cabe la menor duda de que este exceso responde a casi doscientos años de invisibilidad y al sentimiento de tres millones ciento cuarenta y dos mil seiscientos treinta y siete personas mayores de quince años que en 2001 respondieron a la pregunta del censo señalando su auto-identificación como “originario quechua, aymara, guaraní, chiquitano, mojeño u otro nativo”, frente a un millón novecientos veintidós mil trescientos cincuenta y cinco personas que señalamos “ninguno”. Está bien, se la cobraron, tendremos que vivir con eso mientras la nueva constitución esté vigente, y mientras el señalamiento de la identidad étnica sea un rasgo a resaltar en un país que vive aún el espejismo de su homogeneidad. Por eso mismo, creo que tenemos mucho por hacer a partir de ahora para evitar que cualquier persona, por su sola identidad étnica, se sienta en el derecho de humillar y ofender a otra distinta de sí misma, o, para decirlo de manera directa, para eliminar el racismo de nuestra larga lista de taras sociales, venga de quien venga.
También señalaré que las mujeres ganamos mucho con este nuevo texto constitucional, ya mencioné el derecho a vivir sin violencia, y existen otros veintitrés artículos donde se reconoce derechos fundamentales de las mujeres, como el acceso a la tierra (Art. 402), el reconocimiento del trabajo doméstico en las cuentas nacionales (Art. 338), la equidad de género en la designación de cargos públicos, la garantía del libre ejercicio de los derechos sexuales y los derechos reproductivos (Art. 66), entre otros. Sin embargo, los concertadores del texto suscrito en el Congreso, omitieron toda mención a la equidad de género en el menú de competencias estatales, de tal manera que la equidad de género y los derechos de las mujeres son principios rectores del Estado pero son competencia de NADIE ¿quién tomará a cargo la responsabilidad estatal de hacer cumplir esos derechos y esos importantes avances establecidos en los principios y valores de la nueva constitución? Me temo que buscarán todas las formas posibles de evadir su responsabilidad y tardaremos mucho tiempo antes de lograr imponer la obligatoriedad del cumplimiento de esos derechos.
Finalmente, plantearé el criterio, por demás obvio, de que ningún texto constitucional, ninguna norma por sí misma, logra el milagro del “cambio”, ese propósito es el resultado de la acción colectiva de las sociedades que toman a cargo el curso de su historia, que deciden encaminar sus pasos hacia los principios señalados en la constitución y es la obra de estadistas capaces de imaginar y construir, proponer y hacer gestión pública eficiente para alcanzar esos propósito. Arduo desafío el que tenemos, manos a la obra, nadie nos lo va a “hacer un país” sino nosotras, mujeres, y ustedes, hombres, que habitamos este rincón del planeta, todavía llamado “Bolivia”.

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