Por Claudio Rossell Arce*
El racismo es un monstruo de muchas cabezas। En el racismo convergen los estereotipos, la segregación y la discriminación, sea para apartar, sea para abusar.
Hoy en día sabemos con certeza que no existen razas superiores y razas inferiores; es más, no existen más razas que la humana (aunque esto es menos conocido o reconocido)। A estas certezas las llamaremos “el fin del racismo biológico”. Muchas personas creen que debido a lo señalado es anacrónico hablar de racismo.
Quienes así piensan, o se equivocan o deliberadamente usan ese argumento para negar las formas contemporáneas del racismo, que no por ser menos burdas son menos brutales o, al menos, dañinas। Otra forma de dar respuesta a esta posición es dejar de usar el término racismo “a secas” y comenzar a hablar de racialización, es decir mirar el problema como un proceso y no como algo dado.
La sociología contemporánea reconoce dos formas de racismo además del biológico: el “institucional” y el “cultural”। Ambos se muestran preocupantemente vigentes en Bolivia, pero, por sus características, o pasan desapercibidos o se confunden con formas conexas de intolerancia.
Veamos: cuando los “doctores” (en realidad “licenciados en derecho” que abusan de un título que no tienen) hacen un denodado esfuerzo por hacer fracasar la gestión de Casimira Rodríguez, están manifestando la más burda forma de racismo institucional; no lo dicen, pero muestran que esta buena señora, licenciada en ciencias sociales, pero sobre todo mujer de pollera que se hizo gracias a su esfuerzo personal y su trabajo como trabajadora del hogar, no debiera tener acceso al Ministerio de Justicia, un reducto hasta hace poco exclusivo para abogados। A la actual Ministra no parece irle mucho mejor.
Cuando una institución o una empresa cualquiera elige contratar a la señorita blancona con un diploma académico de una universidad privada de La Paz antes que a la señorita morena, de pollera, con un diploma académico de una universidad pública de El Alto, está manifestando otra forma, más sutil y perversa, del racismo institucional। Tan perversa que los responsables del proceso de selección podrán afirmar que no hubo ni un ápice de racismo, que el proceso fue totalmente objetivo; y es probable que así sea, pero también es cierto que esa “objetividad” del proceso está orientada a poner en funcionamiento la discriminación señalada.
Otras formas menos sutiles de racismo son las asociadas con la cultura। Así, por ejemplo, cuando un prominente político reclama que los cambios que ejecuta el actual gobierno están orientados a otorgar “excesivos” derechos a las poblaciones indígenas, está manifestando su temor a que desaparezcan los privilegios —injustos e inmerecidos— de los que su clase (o la población mestiza o “criolla”) siempre gozó en desmedro de quienes hoy se sienten y se saben merecedores de un nuevo trato en una sociedad que forzosamente debe ser más incluyente (o, mejor dicho, menos excluyente).
También hay un racismo cultural de la peor especie cuando un grupo enardecido en el Chapare decide hacer “justicia por mano propia” linchando a un joven por el sólo delito de ser un desconocido en la zona y —¡horror!— tener acento camba। Expresiones de violencia de cambas hacia collas por idénticas razones no son ni una buena excusa ni, por supuesto, algo aceptable.
De los ejemplos aquí señalados pueden extraerse explicaciones muy racionales que permitan afirmar que no se trata de racismo; y eso nos devuelve a la idea expresada al inicio: éste se disfraza de otras formas de intolerancia y nos permite evitar el vergonzante reconocimiento de que casi sin excepción todas y todos tenemos algo de racistas।
Reconocer este mal que nos aqueja como sociedad será el primer paso para buscar (y, ojalá, encontrar) el remedio que necesitamos। Esa tarea nos corresponde a todas y todos.
* El autor es licenciado en comunicación social
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