Por Coco Manto
México DF, 9 jul (ABI) - El libro "Sigo siendo el rey", escrito en los años noventa por Roberto Suárez Gómez, en su tiempo el "zar boliviano de las drogas", disecciona con estilete un poco motoso a su primo hermano, el entonces coronel Luis Arce Gómez, exhibiéndolo como un hampón y un asesino mientras fue ministro del Interior del gobierno de facto.
El ganadero Suárez narra en ese texto testimonial, inédito hasta donde sé, los entreveros delincuenciales de Arce Gómez y el jefe golpista de aquel julio de 1980, el general Luis García Meza. Describe cómo lo llevaron al tráfico de cocaína, cuando él, dice, era un apacible y próspero ganadero en el Beni, y la forma en que lo traicionaron y sacaron del negocio.
En un volumen de más de 200 páginas que Suárez escribió -o que dictó a algún amanuense alquilado- acusa a Arce Gómez de haberse quedado con el dineral que lograron reunir por la venta de diez o doce cargas oficiales de droga enviadas por avión a Brasil y Colombia, pese a que el "convenio" entre los golpistas era que todo ese dinero iba a ser invertido sagradamente en caminos y escuelas, para tapar la boca a los comunistas y opositores.
El ganadero falleció luego en Santa Cruz sin paz, porque hasta el final de sus días estuvo mascullando el odio que sentía por los "luises" (García y Arce) que le hicieron perder capital, prestigio y paz mental. No hay evidencias de que se hubiese arrepentido de una sola letra de ese escrito que debía publicarse y que, a fin de cuentas, fue su seguro de vida como su sentencia de muerte por las cosas que supo y que no calló.
Ahora, aquel temible ex ministro del Interior está donde su terrible mala fama lo llevó, en Chonchocoro. En sus casi 20 años de prisión en Estados Unidos ha debido medir el tamaño de sus crueldades y el tiempo de sus condenas y, quizás, dedujo que le sigue debiendo a Bolivia por su montón de culpas.
En la cárcel del gélido altiplano paceño tendrá muchos amaneceres en que con la claridad del día asomará, ojalá, el amado rostro de Luis Espinal, a quien mandó martirizar hasta el tope del tormento y, al final, ordenar que lo destacen en un camal con cuchillos de matar vacas y chanchos.
No deben arrepentirse los jóvenes que en las paredes de la calle Ayacucho escribieron una noche de fines de marzo de 1979: "Arcesino".
Por pensar un imposible, uno piensa que aquellos mílites perdularios, García y Arce, podrían agenciarse un rato de calma en su desgracia choncocorada, si al menos tuvieran la valentía de asumirse autores de la muerte y desaparición de Marcelo Quiroga Santa Cruz. O de avisar el sitio donde ocultaron el cadáver de aquel santo laico de nuestro socialismo.
Ellos, que a la hora de sus crímenes de lesa patria y lesa humanidad se proclamaban cristianos, como el general Bang Bang-zer, pudieran pedirle fuerzas a su dios -que no es Dios- para que los deudos de sus víctimas reencuentren, al menos, la paz que perdieron con la desaparición de su gente amada.
Pero, no. A los cobardes se les repuja la piel cada vez que la verdad quiere asomar y prefieren tragarse cien años de cárcel y silencio en vez de tener una hora de dignidad humana.
Los alq'amaris, aves carnívoras que revolotean sobre los despojos del abandono, deglutirán sin asco la verdad que no se nos reveló. Qué le vamos a hacer.
10 de julio de 2009
El turno de los alq'amaris
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