"El enigma de los dos
Chávez", un texto que escribió Gabriel García Márquez en 1999
Bogotá, 06
de marzo (El Espectador con datos de El País).- Gabriel García Márquez escribió en 1999 el mejor
retrato que se conoce del fallecido presidente venezolano Hugo Chávez, pocos
días después de asumir el poder en el vecino país. El Espectador reproduce este
texto publicado por el diario ‘El País’ de España.
El enigma de los dos Chávez
Por: Gabriel García
Márquez
Carlos
Andrés Pérez descendió al atardecer del avión que lo llevó de Davos, Suiza, y
se sorprendió de ver en la plataforma al general Fernando Ochoa Antich, su
ministro de Defensa. “¿Qué pasa?”, le preguntó intrigado. El ministro lo
tranquilizó, con razones tan confiables, que el presidente no fue al Palacio de
Miraflores sino a la residencia presidencial de La Casona. Empezaba a dormirse
cuando el mismo ministro de Defensa lo despertó por teléfono para informarle de
un levantamientio militar en Maracay. Había entrado apenas en Miraflores cuando
estallaron las primeras cargas de artillería.
Era el 4 de
febrero de 1992. El coronel Hugo Chávez Frías, con su culto sacramental de las
fechas históricas, comandaba el asalto desde su puesto de mando improvisado en
el Museo Histórico de La Planicie. El Presidente comprendió entonces que su
único recurso estaba en el apoyo popular, y se fue a los estudios de Venevisión
para hablarle al país. Doce horas después el golpe militar estaba fracasado.
Chávez se rindió, con la condición de que también a él le permitieran dirigirse
al pueblo por la televisión. El joven coronel criollo, con la boina de
paracaidista y su admirable facilidad de palabra, asumió la responsabilidad del
movimiento. Pero su alocución fue un triunfo político. Cumplió dos años de
cárcel hasta que fue amnistiado por el presidente Rafael Caldera. Sin embargo,
muchos partidarios como no pocos enemigos han creído que el discurso de la
derrota fue el primero de la campaña electoral que lo llevó a la presidencia de
la República menos de nueve años después.
El
presidente Hugo Chávez Frías me contaba esta historia en el avión de la Fuerza
Aérea Venezolana que nos llevaba de La Habana a Caracas, hace dos semanas, a
menos de quince días de su posesión como presidente constitucional de Venezuela
por elección popular. Nos habíamos conocido tres días antes en La Habana,
durante su reunión con los presidentes Castro y Pastrana, y lo primero que me
impresionó fue el poder de su cuerpo de cemento armado. Tenía la cordialidad
inmediata, y la gracia criolla de un venezolano puro. Ambos tratamos de vernos
otra vez, pero no nos fue posible por culpa de ambos, así que nos fuimos juntos
a Caracas para conversar de su vida y milagros en el avión.
Fue una
buena experiencia de reportero en reposo. A medida que me contaba su vida iba
yo descubriendo una personalidad que no correspondía para nada con la imagen de
déspota que teníamos formada a través de los medios. Era otro Chávez. ¿Cuál de
los dos era el real?
El argumento
duro en su contra durante la campaña había sido su pasado reciente de
conspirador y golpista. Pero la historia de Venezuela ha digerido a más de
cuatro. Empezando por Rómulo Betancourt, recordado con razón o sin ella como el
padre de la democracia venezolana, que derribó a Isaías Medina Angarita, un
antiguo militar demócrata que trataba de purgar a su país de los treintiséis
años de Juan Vicente Gómez. A su sucesor, el novelista Rómulo Gallegos, lo derribó
el general Marcos Pérez Jiménez, que se quedaría casi once años con todo el
poder. Éste, a su vez, fue derribado por toda una generación de jóvenes
demócratas que inauguró el período más largo de presidentes elegidos.
El golpe de
febrero parece ser lo único que le ha salido mal al coronel Hugo Chávez Frías.
Sin embargo, él lo ha visto por el lado positivo como un revés providencial. Es
su manera de entender la buena suerte, o la inteligencia, o la intuición, o la
astucia, o cualquiera cosa que sea el soplo mágico que ha regido sus actos
desde que vino al mundo en Sabaneta, estado Barinas, el 28 de julio de 1954,
bajo el signo del poder: Leo. Chávez, católico convencido, atribuye sus hados
benéficos al escapulario de más de cien años que lleva desde niño, heredado de
un bisabuelo materno, el coronel Pedro Pérez Delgado, que es uno de sus héroes
tutelares.
Sus padres
sobrevivían a duras penas con sueldos de maestros primarios, y él tuvo que
ayudarlos desde los nueve años vendiendo dulces y frutas en una carretilla. A
veces iba en burro a visitar a su abuela materna en Los Rastrojos, un pueblo
vecino que les parecía una ciudad porque tenía una plantita eléctrica con dos
horas de luz a prima noche, y una partera que lo recibió a él y a sus cuatro
hermanos. Su madre quería que fuera cura, pero sólo llegó a monaguillo y tocaba
las campanas con tanta gracia que todo el mundo lo reconocía por su repique.
“Ese que toca es Hugo”, decían. Entre los libros de su madre encontró una
enciclopedia providencial, cuyo primer capítulo lo sedujo de inmediato: Cómo
triunfar en la vida.
Era en
realidad un recetario de opciones, y él las intentó casi todas. Como pintor
asombrado ante las láminas de Miguel Angel y David, se ganó el primer premio a
los doce años en una exposición regional. Como músico se hizo indispensable en
cumpleaños y serenatas con su maestría del cuatro y su buena voz. Como
beisbolista llegó a ser un catcher de primera. La opción militar no estaba en
la lista, ni a él se le habría ocurrido por su cuenta, hasta que le contaron
que el mejor modo de llegar a las grandes ligas era ingresar en la academia
militar de Barinas. Debió ser otro milagro del escapulario, porque aquel día
empezaba el plan Andrés Bello, que permitía a los bachilleres de las escuelas
militares ascender hasta el más alto nivel académico.
Estudiaba
ciencias políticas, historia y marxismo al leninismo. Se apasionó por el
estudio de la vida y la obra de Bolívar, su Leo mayor, cuyas proclamas aprendió
de memoria. Pero su primer conflicto consciente con la política real fue la
muerte de Allende en septiembre de 1973. Chávez no entendía. ¿Y por qué si los
chilenos eligieron a Allende, ahora los militares chilenos van a darle un
golpe? Poco después, el capitán de su compañía le asignó la tarea de vigilar a
un hijo de José Vicente Rangel, a quien se creía comunista. “Fíjate las vueltas
que da la vida”, me dice Chávez con una explosión de risa. “Ahora su papá es mi
canciller”. Más irónico aún es que cuando se graduó recibió el sable de manos
del presidente que veinte años después trataría de tumbar: Carlos Andrés Pérez.
“Además”, le
dije, “usted estuvo a punto de matarlo”. “De ninguna manera”, protestó Chávez.
“La idea era instalar una asamblea constituyente y volver a los cuarteles”.
Desde el primer momento me había dado cuenta de que era un narrador natural. Un
producto íntegro de la cultura popular venezolana, que es creativa y
alborazada. Tiene un gran sentido del manejo del tiempo y una memoria con algo
de sobrenatural, que le permite recitar de memoria poemas de Neruda o Whitman,
y páginas enteras de Rómulo Gallegos.
Desde muy
joven, por casualidad, descubrió que su bisabuelo no era un asesino de siete
leguas, como decía su madre, sino un guerrero legendario de los tiempos de Juan
Vicente Gómez. Fue tal el entusiasmo de Chávez, que decidió escribir un libro
para purificar su memoria. Escudriñó archivos históricos y bibliotecas
militares, y recorrió la región de pueblo en pueblo con un morral de
historiador para reconstruir los itinerarios del bisabuelo por los testimonios
de sus sobrevivientes. Desde entonces lo incorporó al altar de sus héroes y
empezó a llevar el escapulario protector que había sido suyo.
Uno de
aquellos días atravesó la frontera sin darse cuenta por el puente de Arauca, y
el capitán colombiano que le registró el morral encontró motivos materiales
para acusarlo de espía: llevaba una cámara fotográfica, una grabadora, papeles
secretos, fotos de la región, un mapa militar con gráficos y dos pistolas de
reglamento. Los documentos de identidad, como corresponde a un espía, podían
ser falsos. La discusión se prolongó por varias horas en una oficina donde el
único cuadro era un retrato de Bolívar a caballo. “Yo estaba ya casi rendido,
–me dijo Chávez–, pues mientras más le explicaba menos me entendía”. Hasta que
se le ocurrió la frase salvadora: “Mire mi capitán lo que es la vida: hace
apenas un siglo éramos un mismo ejército, y ése que nos está mirando desde el
cuadro era el jefe de nosotros dos. ¿Cómo puedo ser un espía?”. El capitán, conmovido,
empezó a hablar maravillas de la Gran Colombia, y los dos terminaron esa noche
bebiendo cerveza de ambos países en una cantina de Arauca. A la mañana
siguiente, con un dolor de cabeza compartido, el capitán le devolvió a Chávez
sus enseres de historiador y lo despidió con un abrazo en la mitad del puente
internacional.
“De esa
época me vino la idea concreta de que algo andaba mal en Venezuela”, dice
Chávez. Lo habían designado en Oriente como comandante de un pelotón de trece
soldados y un equipo de comunicaciones para liquidar los últimos reductos
guerrilleros. Una noche de grandes lluvias le pidió refugio en el campamento un
coronel de inteligencia con una patrulla de soldados y unos supuestos
guerrilleros acabados de capturar, verdosos y en los puros huesos. Como a las
diez de la noche, cuando Chávez empezaba a dormirse, oyó en el cuarto contiguo
unos gritos desgarradores. “Era que los soldados estaban golpeando a los presos
con bates de béisbol envueltos en trapos para que no les quedaran marcas”,
contó Chávez. Indignado, le exigió al coronel que le entregara los presos o se
fuera de allí, pues no podía aceptar que torturara a nadie en su comando. “Al
día siguiente me amenazaron con un juicio militar por desobediencia, –contó
Chávez– pero sólo me mantuvieron por un tiempo en observación”.
Pocos días
después tuvo otra experiencia que rebasó las anteriores. Estaba comprando carne
para su tropa cuando un helicóptero militar aterrizó en el patio del cuartel
con un cargamento de soldados mal heridos en una emboscada guerrillera. Chávez
cargó en brazos a un soldado que tenía varios balazos en el cuerpo. “No me deje
morir, mi teniente...”, le dijo aterrorizado. Apenas alcanzó a meterlo dentro
de un carro. Otros siete murieron. Esa noche, desvelado en la hamaca, Chávez se
preguntaba: “¿Para qué estoy yo aquí? Por un lado campesinos vestidos de
militares torturaban a campesinos guerrilleros, y por el otro lado campesinos
guerrilleros mataban a campesinos vestidos de verde. A estas alturas, cuando la
guerra había terminado, ya no tenía sentido disparar un tiro contra nadie”. Y
concluyó en el avión que nos llevaba a Caracas: “Ahí caí en mi primer conflicto
existencial”.
Al día
siguiente despertó convencido de que su destino era fundar un movimiento. Y lo
hizo a los veintitrés años, con un nombre evidente: Ejército bolivariano del
pueblo de Venezuela. Sus miembros fundadores: cinco soldados y él, con su grado
de subteniente. “¿Con qué finalidad?”, le pregunté. Muy sencillo, dijo él: “con
la finalidad de prepararnos por si pasa algo”. Un año después, ya como oficial
paracaidista en un batallón blindado de Maracay, empezó a conspirar en grande.
Pero me aclaró que usaba la palabra conspiración sólo en su sentido figurado de
convocar voluntades para una tarea común.
Esa era la
situación el 17 de diciembre de 1982 cuando ocurrió un episodio inesperado que
Chávez considera decisivo en su vida. Era ya capitán en el segundo regimiento
de paracaidistas, y ayudante de oficial de inteligencia. Cuando menos lo
esperaba, el comandante del regimiento, Ángel Manrique, lo comisionó para
pronunciar un discurso ante mil doscientos hombres entre oficiales y tropa.
A la una de
la tarde, reunido ya el batallón en el patio de fútbol, el maestro de
ceremonias lo anunció. “¿Y el discurso?”, le preguntó el comandante del
regimiento al verlo subir a la tribuna sin papel. “Yo no tengo discurso
escrito”, le dijo Chávez. Y empezó a improvisar. Fue un discurso breve,
inspirado en Bolívar y Martí, pero con una cosecha personal sobre la situación
de presión e injusticia de América Latina transcurridos doscientos años de su
independencia. Los oficiales, los suyos y los que no lo eran, lo oyeron
impasibles. Entre ellos los capitanes Felipe Acosta Carle y Jesús Urdaneta
Hernández, simpatizantes de su movimiento. El comandante de la guarnición, muy
disgustado, lo recibió con un reproche para ser oído por todos:
"Chávez,
usted parece un político”. “Entendido”, le replicó Chávez.
Felipe
Acosta, que medía dos metros y no habían logrado someterlo diez contendores, se
paró de frente al comandante, y le dijo: “Usted está equivocado, mi comandante.
Chávez no es ningún político. Es un capitán de los de ahora, y cuando ustedes
oyen lo que él dijo en su discurso se mean en los pantalones”.
Entonces el
coronel Manrique puso firmes a la tropa, y dijo: “Quiero que sepan que lo dicho
por el capitán Chávez estaba autorizado por mí. Yo le di la orden de que dijera
ese discurso, y todo lo que dijo, aunque no lo trajo escrito, me lo había
contado ayer”. Hizo una pausa efectista, y concluyó con una orden terminante:
“¡Que eso no salga de aquí!”.
Al final del
acto, Chávez se fue a trotar con los capitanes Felipe Acosta y Jesús Urdaneta
hacia el Samán del Guere, a diez kilómetros de distancia, y allí repitieron el
juramento solemne de Simón Bolívar en el monte Aventino. “Al final, claro, le
hice un cambio”, me dijo Chávez. En lugar de “cuando hayamos roto las cadenas
que nos oprimen por voluntad del poder español”, dijeron: “Hasta que no
rompamos las cadenas que nos oprimen y oprimen al pueblo por voluntad de los
poderosos”.
Desde
entonces, todos los oficiales que se incorporaban al movimiento secreto tenían
que hacer ese juramento. La última vez fue durante la campaña electoral ante
cien mil personas. Durante años hicieron congresos clandestinos cada vez más
numerosos, con representantes militares de todo el país. “Durante dos días
hacíamos reuniones en lugares escondidos, estudiando la situación del país,
haciendo análisis, contactos con grupos civiles, amigos. “En diez años -me dijo
Chávez- llegamos a hacer cinco congresos sin ser descubiertos”.
A estas
alturas del diálogo, el Presidente rió con malicia, y reveló con una sonrisa de
malicia: “Bueno, siempre hemos dicho que los primeros éramos tres. Pero ya
podemos decir que en realidad había un cuarto hombre, cuya identidad ocultamos
siempre para protegerlo, pues no fue descubierto el 4 de febrero y quedó activo
en el Ejército y alcanzó el grado de coronel. Pero estamos en 1999 y ya podemos
revelar que ese cuarto hombre está aquí con nosotros en este avión”. Señaló con
el índice al cuarto hombre en un sillón apartado, y dijo: “¡El coronel
Badull!”.
De acuerdo
con la idea que el comandante Chávez tiene de su vida, el acontecimiento
culminante fue El Caracazo, la sublevación popular que devastó a Caracas. Solía
repetir: “Napoleón dijo que una batalla se decide en un segundo de inspiración
del estratega”. A partir de ese pensamiento, Chávez desarrolló tres conceptos:
uno, la hora histórica. El otro, el minuto estratégico. Y por fin, el segundo
táctico. “Estábamos inquietos porque no queríamos irnos del Ejército”, decía
Chávez. “Habíamos formado un movimiento, pero no teníamos claro para qué”. Sin
embargo, el drama tremendo fue que lo que iba a ocurrir ocurrió y no estaban preparados.
“Es decir –concluyó Chávez– que nos sorprendió el minuto estratégico”.
Se refería,
desde luego, a la asonada popular del 27 de febrero de 1989: El Caracazo. Uno
de los más sorprendidos fue él mismo. Carlos Andrés Pérez acababa de asumir la presidencia
con una votación caudalosa y era inconcebible que en veinte días sucediera algo
tan grave. “Yo iba a la universidad a un posgrado, la noche del 27, y entro en
el fuerte Tiuna en busca de un amigo que me echara un poco de gasolina para
llegar a la casa”, me contó Chávez minutos antes de aterrizar en Caracas.
“Entonces veo que están sacando las tropas, y le pregunto a un coronel: ¿Para
dónde van todos esos soldados? Porque qué sacaban los de Logística que no están
entrenados para el combate, ni menos para el combate en localidades. Eran
reclutas asustados por el mismo fusil que llevaban. Así que le pregunto al
coronel: ¿Para dónde va ese pocotón de gente? . Y el coronel me dice: A la
calle, a la calle. La orden que dieron fue esa: hay que parar la vaina como
sea, y aquí vamos. Dios mío, ¿pero qué orden les dieron?. Bueno Chávez, me
contesta el coronel: la orden es que hay que parar esta vaina como sea. Y yo le
digo: Pero mi coronel, usted se imagina lo que puede pasar. Y él me dice:
Bueno, Chávez, es una orden y ya no hay nada qué hacer. Que sea lo que Dios
quiera.
Chávez dice
que también él iba con mucha fiebre por un ataque de rubéola, y cuando encendió
su carro vio un soldadito que venía corriendo con el casco caído, el fusil
guindando y la munición desparramada. “Y entonces me paro y lo llamo”, dijo
Chávez. “Y él se monta, todo nervioso, sudado, un muchachito de 18 años. Y yo
le pregunto: Ajá, ¿y para dónde vas tú corriendo así? No, dijo él, es que me
dejó el pelotón, y allí va mi teniente en el camión. Lléveme, mi mayor,
lléveme. Y yo alcanzo el camión y le pregunto al que los lleva: ¿Para dónde
van? Y él me dice: Yo no sé nada. Quién va a saber, imagínese”. Chávez toma
aire y casi grita ahogándose en la angustia de aquella noche terrible: “Tú sabes,
a los soldados tú los mandas para la calle, asustados, con un fusil, y
quinientos cartuchos, y se los gastan todos. Barrían las calles a bala, barrían
los cerros, los barrios populares. ¡Fue un desastre! Así fue: miles, y entre
ellos Felipe Acosta”. “Y el instinto me dice que lo mandaron a matar”, dice
Chávez. “Fue el minuto que esperábamos para actuar”. Dicho y hecho: desde aquel
momento empezó a fraguarse el golpe que fracasó tres años después.
El avión
aterrizó en Caracas a las tres de la mañana. Vi por la ventanilla la ciénaga de
luces de aquella ciudad inolvidable donde viví tres años cruciales de Venezuela
que lo fueron también para mi vida. El presidente se despidió con su abrazo
caribe y una invitación implícita: “Nos vemos aquí el 2 de febrero”. Mientras
se alejaba entre sus escoltas de militares condecorados y amigos de la primera
hora, me estremeció la inspiración de que había viajado y conversado a gusto
con dos hombres opuestos. Uno a quien la suerte empedernida le ofrecía la
oportunidad de salvar a su país. Y el otro, un ilusionista, que podía pasar a
la historia como un déspota más.
* Este texto
fue tomado del archivo de ‘El País’ de España.
Gabriel
García Márquez*
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